Escogí este momento para agradecerle tanto placer visual a Roger por dos sencillas razones: la primera, porque tengo pensado agradecer cinco veces en el año; casi dos décadas perfeccionando este deporte no caben en un solo texto. Y la segunda, porque independiente de lo que pase las siguientes dos semanas, nada me hará cambiar el pensamiento que tengo sobre nuestra majestad. Así que prefiero ahorrar molestias y evitar que los resultados modifiquen la más grande despedida que un gran ídolo se merece.
Por eso lo hago ahora, antes de que comience su
participación en el Abierto de Australia, y lo voy a hacer antes de que comience
su participación en los restantes tres Grand Slams del año, y también lo voy a hacer cuando lo escuche pronunciar esas palabras que tanto nos atormentan a los
que vivimos por el tenis. Tristemente, es todo lo que puedo hacer para
agradecer a quien por años me ha hecho creer que la perfección sí es una
cualidad que algunas personas tienen. Y debo reconocer que aquel record
impresionante de las 302 semanas como el único maestro de la raqueta, no pudo
deslumbrarme en su totalidad. No porque no haya caído en cuenta de su notable
habilidad para poner a bailar a cualquiera que se le parara en frente, sino
porque desafortunadamente mis papás decidieron enviarme al mundo más tarde de
lo que hubiera querido, y por eso no recuerdo algo más de cien semanas
impartiendo grandeza.
Yo recuerdo ver a Roger en acción por primera vez, el 11
de septiembre del 2005, (admito que me tocó investigar la fecha exacta). Por el
mes y el día, ya sabrán que se trataba de la final del abierto de Estados Unidos.
Yo estaba pronto a cumplir ocho años, pero apuesto a que me creeran si digo que
recuerdo cientos de veces más ese partido, que la manera como celebraron el
happy birthday. Me acuerdo que fueron cuatro sets porque en ese momento estaba
aprendiendo a saber cómo se cuenta en el tenis. No sabía diferenciar entre un
game y un set, y en ese partido fue que me hice un conocedor amateur del
marcador en este deporte.
Por supuesto, me tocó ayudarme de sangoogle para
rememorar el resultado. Fue 6-3, 2-6, 7-6 (1) y 6-1 para su majestad, quien llevaba
ya algún tiempo como número uno del ranking. El perdedor, fue ese calvito de
camiseta azul y pantaloneta blanca más arriba de las rodillas, que ejercía un
tenis cómico con una derecha mal terminada y un caminado algo particular, me
decía mi papá que se trataba del gran Andre Agassi. Le pregunté porque el
movimiento de su drive era pésimo y me respondió que de ninguna manera, cumplía
con todas las normas establecidas en la pegada de un drive: lleva la raqueta
hacia atrás, mientras la mano libre señala la bola, y golpea la pelota de abajo
hacia arriba, terminando el trayecto de la raqueta arriba o debajo del hombro.
Pude notar que efectivamente ejercía el ritual de la C con el que tanto fregaba
mi profesor de tenis. Fue ahí cuando entendí que la derecha de Agassi no era
que estuviera mal hecha, sino que había otra derecha solemne en ese partido que
la hacía ver incorrecta.
El tenis de Federer en ese encuentro fue algo descomunal.
Había abandonado su estilo netamente voleador, por lo que lo vi hacer de todo
en la cancha del Arthur Ashe: volear, smashar, tirar un drop, meter un globo,
pegar invertido, pegar cruzado, pegar paralelo, lanzar un slice y repetir aces
por montones. Era uno de los inicios del estratégico jugador que conocemos
ahora, ese que sabe cuándo subir a la red y cuando jugar de fondo, o aquel que entiende a que costado del campo
debe atacar para golpear cómodo su golpe más dificultoso como lo es el revés.
Además reflejó en su rostro algo que siempre me llamó la atención: su
serenidad. Quienes lo juzgan prematuramente, dirían que no siente pasión por el
juego. A mí me pareció que era la expresión de alguien que tenía todo
controlado, que por más que el rival le arrebatara un set, estaba consciente de
que esa copa se la iba a llevar para su casa.
Esa fue, entre todas las cosas que decidí copiarle a mi
nuevo ídolo, la que más me costó adoptar. No entendía como en una competencia
que fácilmente lo saca a uno de quicio, había alguien que disputara todos los
puntos con la misma tranquilidad del primero. Eso sí, sin desconocer que habían
circunstancias del juego en las que había que subir el aguerriometro. Para el
genio de Basilea, el tenis siempre consistió así, en no perder la cabeza. Muy
rara vez se le vio rompiendo raquetas o discutiendo con el mismo en voz alta,
así como tampoco era común verlo saltar en una pata y agitar su puño más de una
vez cuando ganaba un punto importante. Incluso, dirán que soy exagerado, pero
no necesitaba hacer ruido para golpear la bola, ni reflejar ningún tipo de
muecas estilo Nadal en sus movimientos, que hasta lo hacía pensar a uno que
quizás ya sabía para donde iba ir la pelota, sin siquiera haber tenido contacto
con ella. Por eso es que entre sus cualidades, la que más rescato es su
mentalidad, la misma que se encarga de darle instrucciones a su juego y que
impide que el temperamento sobrepase su límite.
Para hablar de Roger, hay que recoger todos los sinónimos
de la palabra ‘experto’. Hay que entender que el término ‘imposible’ deja de
tener significado cuando este mago del tenis agarra su barita y comienza a
impresionar a los incrédulos que se cuestionan repetidas veces como hace este
sujeto para que las bolas lo obedezcan.
Recuerdo un partido de tantos que jugó con esa magia. Era
la semifinal también del US Open, esta vez del año 2009, y se enfrentaba nada
más y nada menos que a su verdugo de los últimos años, un tal Novak Djokovic,
que para aquel tiempo ya pisaba los primeros cuatro puestos del circuito.
Fueron tres parciales (7-6, 7-5 y 7-5) y un espectáculo de tenis que por
supuesto tuvo como protagonista al imbatible Federer de esos años. La gente no
sabía explicar cómo es que se volvieron tan parejos los tres sets, ante la
contundencia de un maestro suizo que de cinco derechas que pegaba, cero iban a
otro lugar diferente a los ángulos. Sin embargo, lo más impresionante fueron
los dos puntos, probablemente entre el repertorio de las grandes genialidades
de este deporte, que alborotaron a todo un estadio debido a su complejidad. El
primero fue finalizando el segundo set: una derecha cruzada dificilísima para
Roger, que solo un increíble golpe con topspin que hiciera que la bola entrara
por el costado de la red y pegara justo en el ángulo para dejar en bandeja de
plata el siguiente ataque, iba a ser capaz de devolverlo. Adivinen que sucedió.
Y el segundo, a dos puntos de cerrar el encuentro, se desarrolló en una jugada que
comenzó por exigir al suizo con un dropshop y luego un complicado globo de
Nole, pero que terminó con una magistral
Gran Willy que solo un maestro como RF puede ubicar en el ángulo superior
izquierdo.
Partidos y jugadas como estas de Roger, se encuentran
como buscando abejas en un panal. A sido tan extensa la historia de la
perfección suiza, que basta ver sus trofeos para darse cuenta que se trata de
la hegemonía más grande que ha tenido un tenista en toda la historia del
deporte blanco.
Son 18 años en los cuales la ecuación
garra+talento=perfección ha fabricado uno de los deportistas con más impacto en
la Tierra. Por eso agradezco a su majestad por ser un prototipo para lo que he
decidido ser en la vida. Porque ante la inevitable curiosidad por ver el perfeccionismo, me ha invitado a entrar en el mundo de las raquetas, las mallas y las pelotas.
Por haberme explicado no intencionalmente a entender la cuenta y el marcador en
el tenis. Por haberme mostrado la manera más perfecta para hacer una derecha bonita
y contundente. Por ostentarse tan sereno para afrontar los puntos decisivos,
mientras nosotros tambaleábamos en una cuerda pensando que íbamos a caer con
él. Por comprobarme que la magia sí existe, y que solo es cuestión de agitar la
barita para tener a la gente y a las pelotas siguiéndolo en sus deseos. Infinitas gracias Federer, por enseñarme y
enseñarnos la ecuación de la perfección.
El Clasiquero
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Pronto: GRACIAS (Parte 2)
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